miércoles, 27 de agosto de 2014

Jordi Pujol… en efigie - Personajes patanes



Jordi Pujol es el padre de la patria, de la Cataluña oficial como la entendemos hoy, unos más que otros… unos como partícipes activos y voluntariosos, imbuidos de su discurso y fieles a su magisterio, otros desde una profiláctica distancia, pero inmersos todos en las coordenadas que él diseñó, pues nadie vive aislado del escenario creado donde transcurre la vida diaria, por muchos anticuerpos que haya generado. La Cataluña del desafío separatista, del España nos roba, del tripartito amontillado, del 3 o del 4%, de TV Procés, de las multas a los rótulos en la malvada lengua, aunque oficial, de la inmersión monolingüe en la escuela, de los partidos y sindicatos ahormados bajo la divisa recurrente de la cohesión y construcción nacionales, de la sociedad amaestrada, abducida, acomplejada ante el nacionalismo obligatorio y su tergiversación incesante del lenguaje y de la Historia… es obra de Jordi Pujol i Soley. Esa Cataluña de epsilones, de patanes aborregados sin coraje, lucidez ni cataplines para decir que el virrey va desnudo. Esa Cataluña que confina a muchos de sus hijos al extrañamiento o a la condición de traidores porque no creen que Leonardo Da Vinci fuera de Vic, o que aprender Ciencias Naturales en español vaya a provocar un tsunami social o que al minuto siguiente de proclamarse la independencia el paro obrero se reducirá a la mitad. 

Albert Boadella, el enemigo público número uno, la bestia negra del régimen catalanista, hoy lo sabemos, trazó un retrato lisonjero, amable, de Jordi Pujol en Ubú Rey y Ubú Presidente. Se quedó cortó. La realidad, como tantas veces, supera la ficción alegórica. El original era mucho peor que la caricatura urdida por el dramaturgo. Ya tocaba dedicar un espacio destacado en nuestra galería de patanes ilustres al artífice de todo el tinglado. Pero este comentario no honra al Jordi Pujol de carne y hueso, que un día no muy lejano, acaso en unos años morirá, salvo que burle o estafe a la muerte, extremo que no habría que descartar completamente, habida cuenta de su don natural para el timo y el fingimiento. Sino al broncíneo Jordi Pujol, manos a la espalda, meditabundo, aupado sobre cuatro pilares en Premiá de Dalt.

El bronce de la escultura erigida en su honor no obedece a una analogía con relación a su caradura, sino a la indestructible voluntad de permanencia, a su afán de trascender, de atravesar el devenir, tensado el arco, cual punta de una flecha disparada en aérea trayectoria. Jordi Pujol no abre los brazos como Mas en la cartelería electoral de CiU, à la façon de un Moisés impostado, de opereta, separando las aguas del Mar Rojo para facilitar la huida hacia la libertad del Pueblo Elegido, perseguido por las tropas del faraón, ni como una de esas estatuas colosales de los gerifaltes de la dinastía norcoreana que un día derribarán los bulldozers. Nuestro Jordi Pujol de bronce mira el suelo, tierra firme, sumido en sesudas cavilaciones. Nada ni nadie le distrae. Pero no piensa, como suponíamos, en nuestro futuro colectivo, ni en nuevas triquiñuelas para darnos la brasa a disidentes y discrepantes. Se desvaneció el misterio… en realidad calcula dónde carajo rendirá más intereses la pasta defraudada, si en la banca andorrana o en la suiza.
Esa estatua, erigida por el consistorio de Premiá, debería permanecer en pie por los siglos de los siglos para que su legado no caiga en el olvido, para que la desmemoria no sea el instrumento del parricidio ritual, freudiano. Y para que legiones enteras de patanes aborígenes no nos embromen mañana diciendo que nada tuvieron que ver con él.