Jordi Pujol
es el padre de la patria, de la Cataluña oficial como la entendemos hoy, unos
más que otros… unos como partícipes activos y voluntariosos, imbuidos de su
discurso y fieles a su magisterio, otros desde una profiláctica distancia, pero
inmersos todos en las coordenadas que él diseñó, pues nadie vive aislado del
escenario creado donde transcurre la vida diaria, por muchos anticuerpos que
haya generado. La Cataluña del desafío separatista, del España nos roba, del tripartito amontillado, del 3 o del 4%, de
TV Procés, de las multas a los rótulos
en la malvada lengua, aunque oficial, de la inmersión monolingüe en la escuela,
de los partidos y sindicatos ahormados bajo la divisa recurrente de la cohesión y construcción nacionales, de la sociedad amaestrada, abducida,
acomplejada ante el nacionalismo obligatorio y su tergiversación incesante del
lenguaje y de la Historia… es obra de
Jordi Pujol i Soley. Esa Cataluña de epsilones,
de patanes aborregados sin coraje, lucidez ni cataplines para decir que el
virrey va desnudo. Esa Cataluña que confina a muchos de sus hijos al
extrañamiento o a la condición de traidores porque no creen que Leonardo Da
Vinci fuera de Vic, o que aprender Ciencias Naturales en español vaya a
provocar un tsunami social o que al
minuto siguiente de proclamarse la independencia el paro obrero se reducirá a
la mitad.
Albert
Boadella, el enemigo público número uno, la bestia negra del régimen
catalanista, hoy lo sabemos, trazó un retrato lisonjero, amable, de Jordi Pujol
en Ubú Rey y Ubú Presidente. Se quedó cortó. La realidad, como tantas veces,
supera la ficción alegórica. El original era mucho peor que la caricatura urdida
por el dramaturgo. Ya tocaba dedicar
un espacio destacado en nuestra galería de patanes ilustres al artífice de todo
el tinglado. Pero este comentario no honra al Jordi Pujol de carne y hueso, que
un día no muy lejano, acaso en unos años morirá, salvo que burle o estafe a la
muerte, extremo que no habría que descartar completamente, habida cuenta de su
don natural para el timo y el fingimiento. Sino al broncíneo Jordi Pujol, manos
a la espalda, meditabundo, aupado sobre cuatro pilares en Premiá de Dalt.
El bronce
de la escultura erigida en su honor no obedece a una analogía con relación a su
caradura, sino a la indestructible voluntad de permanencia, a su afán de
trascender, de atravesar el devenir, tensado el arco, cual punta de una flecha
disparada en aérea trayectoria. Jordi Pujol no abre los brazos como Mas en la
cartelería electoral de CiU, à la façon
de un Moisés impostado, de opereta, separando las aguas del Mar Rojo para
facilitar la huida hacia la libertad del Pueblo Elegido, perseguido por las
tropas del faraón, ni como una de esas estatuas colosales de los gerifaltes de
la dinastía norcoreana que un día derribarán los bulldozers. Nuestro Jordi Pujol de bronce mira el suelo, tierra
firme, sumido en sesudas cavilaciones. Nada ni nadie le distrae. Pero no piensa,
como suponíamos, en nuestro futuro colectivo, ni en nuevas triquiñuelas para
darnos la brasa a disidentes y discrepantes. Se desvaneció el misterio… en
realidad calcula dónde carajo rendirá más intereses la pasta defraudada, si en
la banca andorrana o en la suiza.
Esa
estatua, erigida por el consistorio de Premiá, debería permanecer en pie por
los siglos de los siglos para que su legado no caiga en el olvido, para que la
desmemoria no sea el instrumento del parricidio ritual, freudiano. Y para que
legiones enteras de patanes aborígenes no nos embromen mañana diciendo que nada
tuvieron que ver con él.
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